Por Alejandro Ordoñez M.
Puede tardar 5 minutos o varias horas. Todo depende del tamaño de la víctima. Tras dilatar el cuello del útero de la mujer y después de romper los huesos de un ser humano que se resguarda en el cuerpo de otro ser humano (que en otra historia habría llamado madre), el bebé es succionado y sus restos terminan quebrados y sangrantes en la potente máquina aspiradora. A veces es necesario cortarlo en pedazos con instrumental quirúrgico o quebrar su cráneo para lograr la extracción.
En ocasiones debe ser envenenado con una solución que le causa hemorragia cerebral, quemaduras y convulsiones antes de que se produzca un parto inducido. Puede también ser decapitado. En algunos casos, nace tras un procedimiento de cesárea y simplemente se deja correr el tiempo para verlo morir. Eso se llama aborto. Algunos lo consideramos un asesinato; otros, un derecho fundamental al que incluso, para adormilar la conciencia, denominaron “interrupción voluntaria del embarazo”.
Y nadie lo ve, peor, nadie parece querer verlo. En la era de la comunicación global, donde todo está al alcance de un clic a través de un teléfono móvil, ni Netflix, ni las redes sociales, ni la prensa, ni los infinitos espacios de opinión enseñan, como realmente es, la violencia más cobarde de todas en contra de un ser humano indefenso. Quien se atreva a publicarlo será señalado de difundir “material sensible e inapropiado” y corre el riesgo de que sus cuentas sean censuradas. Todo vale en nuestra sociedad actual, menos el poner en evidencia esta barbarie.
Lo que lamentablemente sí vale en el mundo de ahora es olvidar que un niño irrepetible, que es asesinado en el mismo vientre de su madre, es el centro absoluto del problema. Para ello es necesario, primero, desconocer que tiene vida (contrariando la evidencia científica) y el derecho universal a conservarla. Incluso, hay jueces que han llegado a negar derechos fundamentales y personalidad jurídica a la vida en gestación. Llamándolo amalgama de células, embrión, preembrión, nasciturus, tumor que se debe extirpar, carga insoportable, feto malformado o motivo de profunda depresión, todo resulta más sencillo. Si se llamara Mónica, Mauricio, Catalina o Antonio José quizá sería más difícil aspirarlo para comercializar sus restos en la multimillonaria industria que existe detrás del aborto o para, simplemente, tirarlo a la basura.
¿Recuerdan cuando les dijeron que iban a ser padres o hermanos? ¿Qué nombre le darían al bebé no fue uno de los primeros pensamientos en su cabeza? Hoy, en una sociedad que se deconstruye, algunos jueces y “defensores de derechos” nos dicen que, antes que nada y por encima de todo, ese niño es un bien jurídico carente de derechos, un N.N. que es válido abortar.
Luego vienen los argumentos que a través de un acto de muerte pretenden defender la vida digna, el libre desarrollo de la personalidad, la salud sexual y reproductiva, así como la igualdad de las mujeres, incluyendo a las que están en situación migratoria irregular. Creen tener razón en todo, pero podrían no tener razón en nada. Un solo argumento para tratar de sustentar esto: al final, el niño muere porque otros decidieron que era inviable. Es decir, derechos absolutos y pañuelos verdes para todos, menos para la vida humana abortada.
¿Será justa esta causa? ¿No les resulta más bien parecida a la tragedia que el mundo conoció como “solución final”? No es exageración, es una contradicción macabra que se resume en decir que el aborto reivindica, sobre todo, los derechos de las familias de menos recursos económicos. Algunas agencias internacionales ya lo insinúan en voz alta: “El embarazo adolescente es una fábrica de pobres en América Latina”, es decir, abortar a los hijos de los más necesitados es su fórmula para combatir la pobreza. Olvidan que cuando hablan de “pobres” se refieren a seres humanos.
En fin. En los tribunales, un pequeño grupo de personas seguirá decidiendo sobre la vida y la muerte de millones de bebés. Después de haber negado la condición de persona humana al no nacido para justificar el aborto, ahora se pretende reconocer el derecho absoluto de la madre sobre la vida del hijo por nacer. ¡Qué paradoja! Los ríos tienen derechos, los animales tienen derechos; los únicos que carecen de todo derecho son los seres humanos que están por llegar, esos mismos que llamábamos hijo, Isabella, nieto, hermana o Sebastián.
Compleja labor para los togados, pues uno de los fines de la Ley Positiva es proteger a los débiles frente a los poderosos, y el aborto lo invierte todo. Demasiado nos extenderíamos si habláramos de la Ley de Dios o del orden natural: arreciarían las críticas de siempre por entender que este drama es también consecuencia del proceso de secularización. En este extraño mundo de hoy, el de la cultura de la muerte, la fe está en la mira y quienes la profesamos tenemos la culpa de todo, según los francotiradores.
Lo cierto es que ni las decisiones judiciales ni los plebiscitos podrán quitarle el derecho a la vida al no nacido. Este lo tiene, con independencia de las mayorías circunstanciales que se logren obtener en cortes o en urnas. Cuando la desafortunada decisión sea negar la vida y optar por la cultura de la muerte, no nos queda sino decir con Julián Marías: “Lo más grave del siglo XX es la aceptación social del aborto”.
Cierro con esta frase: “Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios; el mártir, con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita”.
Es de Jorge Luis Borges, a quien no suelo citar. Hablaba sobre los centros de tortura, de los desaparecidos y de sus victimarios. Me pareció oportuna para reflexionar, no sin un par de lágrimas, sobre eso que ocurre ahora y es tan parecido en su infinita crueldad…sobre eso que se llama aborto.
ALEJANDRO ORDÓÑEZ MALDONADO
Exprocurador General de la Nación