Apreciados amigos,
Quiero dirigirme a ustedes para compartirles algunos de los principios que desde siempre han inspirado mi visión ética del mundo y de la sociedad, principios que a su vez han dado forma a las convicciones políticas que he defendido y seguiré defendiendo en el ejercicio de mi vida pública.
Parto siempre del respeto más profundo por todas la personas en su dignidad. Como hombre de fe que soy, veo en cada ser humano una obra de Dios que merece afecto, consideración y respeto en medio de las diferencias de opinión. Pero dentro de ese marco de tolerancia, creo también en la necesidad de defender las convicciones propias con firmeza y sin temor. Una democracia se fortalece cuando los líderes políticos y de opinión defienden lo que creen con sinceridad, sin dobleces y de manera civilizada. Ningún sentido tiene construir una democracia pluralista si no es para defender nuestras convicciones así como otros defienden las suyas.
Soy un profundo convencido del valor de la vida humana. El principio de respeto a la vida debe ser el compás moral de toda sociedad: ¿de qué vale cualquier esfuerzo, cualquier gesta, cualquier sueño, si no es para proteger y enaltecer la vida? El valor de la vida se pone a prueba en las circunstancias en que ella es más débil, precisamente cuando se hace más urgente el compromiso de la sociedad para protegerla. La vida es frágil en su alborada, cuando está por nacer, y su fragilidad debe ser razón para guarecerla y no excusa para acabarla. Y es frágil también el ocaso de la vida, cuando la muerte se ve cerca en el horizonte. Pero cuando la muerte se acerca, mayor debe ser el cuidado y más acuciosa la compasión. No porque se vea el umbral de la muerte puede el ser humano afanarse a cruzarlo por propia voluntad, aún para quienes guardamos la fe y la esperanza de la vida eterna. Así veo yo, y lo digo con humildad, el carácter de la vida y su valor. Por eso creo que toda terminación voluntaria de una vida que está por nacer y toda clausura prematura de una vida que aún está por extinguirse es trágica y debe entristecer el corazón de las personas. En consecuencia, y siempre ciñéndose a la ley y la Constitución, las acciones del Estado deben orientarse a evitar que cualquier persona opte por un camino que maltrate el valor de la vida cuando ella más protección necesita.
Pero quienes creemos en el valor de la vida también nos preocupamos por las condiciones en que ella se origina, crece y florece. Es decir, nos preocupamos por la integridad de la familia, porque la solidaridad, la honestidad y el respeto se aprenden en el seno del hogar. De hecho, la corrupción en el servicio público que tanto agobia a los colombianos es apenas un síntoma de una crisis ética que no admite paliativos jurídicos y clama, más bien, por que volvamos la mirada hacia la familia. Yo hablo con propiedad y con pasión de la familia porque llevo 25 años construyendo una con mi esposa Martha Ligia y mis tres hijos, David, Esteban y Juliana. Mi familia es mi mayor orgullo, mi más firme soporte y el más generoso regalo del cielo.
La familia empieza por la pareja, por el amor y la mutua entrega entre un hombre y una mujer. Ese amor, como el de Dios al ser humano, es más profundo, más sublime, en cuanto es intrínsecamente fecundo: él mismo es una promesa de vida, de esperanza y de futuro. Es un amor que, como un árbol que ha echado buena raíz, tiene en su seno la posibilidad de dar fruto. Así como mis hijos han podido vivir como parte de una familia fundada en el amor de mi esposa y mío, sueño con un país donde todos los niños puedan crecer bajo el amparo de un padre bondadoso y una madre amorosa.
Esta visión de la vida y de la familia me ha acompañado siempre porque nació del ejemplo de mis padres y de la fe que aprendí de mis mayores, y se fortalece en cada una de mis horas de reflexión y de sosiego. Por eso puedo decir con libertad y plena convicción que, ateniéndome siempre a la ley, defiendo y defenderé una visión de país que no favorezca la eutanasia, el aborto y el matrimonio entre parejas del mismo sexo. Esta expresión espontánea de mis principios me es fácil porque no es otra cosa que la transcripción de las certezas que guardo en la intimidad de mi alma. Decir distinto sería mentir; callar, un acto de cobardía.
Sueño con una Colombia enamorada de la vida y consagrada a protegerla.
Sueño con una Colombia fundada en el valor de la familia. Sueño con que mis obras y mis palabras en algo contribuyan a que este anhelo se haga realidad viva entre nosotros.
Con humildad y afecto,
Óscar Iván Zuluaga